Sus palabras,
esas que hoy no se le escurrían de las manos hacia algún teclado, sino que
brotaban claramente de su boca, eran redundantes con sus signos corporales. Sus
gestos, su postura y principalmente la articulación de sus manos, relataba
mucho más, que aquellos sonidos que nacían de su cavidad bucal. Quizás, algún
tipo de deformación profesional hacía que sus palabras perdieran valor y
cotizaran muy por debajo de las figuras que representaba.
¿Yo? Sentía
cierta envidia por su capacidad de elocuencia física y solo me quedaba activar
el “mute” para gambetear su discurso dejándolo que se estrellara contra la
cortina fucsia del living y quedara allí, desparramado, sobre el colchón de los
objetos inservibles. Opté por callar, no era tiempo, ni lugar, ni circunstancia
para evidenciar lo obvio.
Contó un
sueño, creo que era un sueño o una pesadilla (si es que no son lo mismo) acerca
de una figura blanca que se le posaba encima e inmovilizaba, incluso le dió un
nombre técnico a ese sentir y fue entonces que pensé que ese era el momento
exacto para blandir mi afilada argumentación, en cambio opte por tomar un
tramontina y cortar una rebanada de un bizcochuelo bicolor del día anterior. Al
fin y al cabo ¿quién era yo para andar evidenciando su fuerte pretensión por
ser el deseo de otro?.
En otro
tiempo, supo ser el deseo de un otro trágico que le costó duelar. Pienso que la
muerte del deseo es trágica, la muerte de otro es trágica, pero la muerte de ser
el deseo de otro es devastadora.