Todavía no había oscurecido en
el Curchel cuando el vasco Echeverria estacionó su Peugeot a una distancia
prudencial de la despensa de Doña Julia,
y cuando me refiero a una distancia prudencial hablo de unos sesenta
centímetros de la pared, distancia mínima necesaria para poder salir del auto y
no estorbar el resto de la calle para la circulación de otros vehículos, si es
que en ese paraje remoto existiera algún otro coche que circulase. Adviértase
con estos datos, no solo la inexistencia de veredas sino también de
civilización tal como la conocemos.
Toda
ciudad, pueblo, parroquia o aldea tiene su “centro” digamos, así pues, el Curchel,
que no llega a la categoría de aldea siquiera, tiene el suyo, la despensa de
Doña Julia, si, el centro radica en un solo local. Y el vasco que creía que el
centro de Las Toninas era chiquito.
Todas
estas condiciones del paraje, sumado a la falta de señal de telefonía móvil,
mucho menos de Internet y una distancia de mas de mil setecientos kilómetros,
hacían de ese lugar el sitio perfecto para sus vacaciones, por lo que atento a
la invitación de unos médicos amigos, él un proctólogo italiano y ella una
veterinaria porteña, juntó sus petates y en unas treinta y tres horas estuvo allí,
al fin de cuentas al Curchel le falta todo lo que a él le pesaba.
Puso
el freno de mano al auto y se bajó a la despensa, al mirar por encima del techo
de su 306 bordó notó la presencia de tres muchachos sentados en un tronco del
otro lado de la calle, si es que le dicen calle o sendero o lo que sea, rasgos
adustos, serios, dudó un instante en ponerle llave al auto, no por temor a que se
lo robaran, sino por miedo a que los muchachos tomaran a mal que lo hiciera.
Simplemente soltó la puerta.
-Buenas, saludó como porteño, estirando las
vocales.
Uno
de ellos asintió con la cabeza, mientras los otros apuraban una cerveza.
Caminó los dos metros que había hasta la puerta de la
despensa, que se encontraba justo en la ochava, esperando que se encontrara
abierto, ya que sino le había advertido la joven veterinaria, había que
aplaudir o mejor aún tocar la bocina del auto para que te atendieran. Digamos que ese era el santo y
seña para el acceso al centro del lugar.
La despensa estaba abierta, pero la puerta de madera de mas
de tres metros de altura se encontraba ligeramente obstaculizada por otros dos
muchachos, de igual porte que los anteriores, que reposaban en los tres
escalones de la entrada. Una moto apoyada contra la pared, unos picos y unas
palas evidenciaban que habían estado trabajando en la sequía o en cualquiera de
las tantas plantaciones de lechuga que allí habían, porque si algo había en el Curchel
era lechuga.
-Buenas Noches, lanzó el vasco esta vez con un acento mas
varonil e ingresó al establecimiento sin mirar.
Enseguida identificó a doña Julia tras un largo mostrador en
L, dos hombres acodados un poco mas allá de la señora se tornaron a mirarlo y
el vasco, aprendiendo ya los beneficios de la economía de las palabras solo
asintió con la cabeza a forma de saludo y se dirigió a la dueña del lugar.
- Buenas Noches, ¿cebolla?. Preguntó solicitando
- De que tipo, preguntó la señora con cierta desconfianza
- Cebolla, repitió el vasco intentando explicar con las
manos la forma.
- No hay, respondió doña julia mientras secaba un vaso con
un viejo repasador.
- Y ¿no sabe donde puedo conseguir? Inquirió nuevamente
Doña Julia apoyo el vaso y
el repasador y desafiante lanzó:
-
Acá nadie le va a vender cebolla
Los
muchachos al final de la barra se dieron vuelta e incorporaron mirándolo
desafiantes desde su corta altura.
El vasco entendió rápidamente que algo había hecho mal,
agradeció y encaró la puerta topándose a medio camino con una bolsa de
harpillera donde habría al menos 30 kilos de cebolla. Y el vasco creyó entender
todo, claramente en el Perchel a la cebolla de decían de otra manera, por lo
que se volvió hacia el mostrador y con tono afable y amistoso, preguntó:
-
Disculpe Señora, ¿A esto como le llaman?
Doña Julia se miró con los muchachos de la barra
-
Cebolla, dijo cortante
El vasco
intento pedir explicaciones con un gesto inentendible y Doña julia lo cortó
rápidamente.
-
¿Qué quiere usted?
-
Cebolla, cuatro o cinco, casi suplicando
-
¿Bolsas?
-
No, sueltas, para una salsa. A esta altura ya
el vasco estaba al borde del llanto, intentando explicar lo inexplicable de
como no conseguir cebolla en un pueblo repleto de lechuga.
-
¿Usted de donde es? Arremetió la dueña del
lugar
-
De Buenos Aires, soy medico emergentólogo y
estoy parando acá en la casa de unos amigos que trabajan en el hospital.
-
¿Ah! Usted es amigo del doctorazo?
-
Si, contestó el vasco algo dubitativo
-
¿Por qué no lo dijo antes?
De pronto el aire se
descontracturó, los muchachos de la barra lanzaron una ínfima sonrisa de
asentimiento y volvieron a ocuparse de su ginebra. Doña Julia destapó una caja
de cartón que tenía sobre el mostrador y empezó a colocar unas cuantas cebollas
en una bolsa.
-
¿Cuanto es? Preguntó el vasco
-
Nada, si es para el doctorazo, dígale que se
las elijo yo especialmente.
En otra ocasión el vasco
hubiera insistido, pero ya había tenido bastantes malos entendidos, como para
que la señora lo pudiese llegar a tomar a mal.
El vasco agarró las
cebollas, agradeció y se fue por donde vino. Con la última pregunta de Doña
julia que le replicaba en la cabeza, ¿Por qué no lo dijo antes? Porque en su
vida nunca había tenido que presentar un curriculum para comprar cebolla.