28 de junio de 2016

Cebolla en Julia-no

Todavía no había oscurecido en el Curchel cuando el vasco Echeverria estacionó su Peugeot a una distancia prudencial de la despensa  de Doña Julia, y cuando me refiero a una distancia prudencial hablo de unos sesenta centímetros de la pared, distancia mínima necesaria para poder salir del auto y no estorbar el resto de la calle para la circulación de otros vehículos, si es que en ese paraje remoto existiera algún otro coche que circulase. Adviértase con estos datos, no solo la inexistencia de veredas sino también de civilización tal como la conocemos.
Toda ciudad, pueblo, parroquia o aldea tiene su “centro” digamos, así pues, el Curchel, que no llega a la categoría de aldea siquiera, tiene el suyo, la despensa de Doña Julia, si, el centro radica en un solo local. Y el vasco que creía que el centro de Las Toninas era chiquito.
Todas estas condiciones del paraje, sumado a la falta de señal de telefonía móvil, mucho menos de Internet y una distancia de mas de mil setecientos kilómetros, hacían de ese lugar el sitio perfecto para sus vacaciones, por lo que atento a la invitación de unos médicos amigos, él un proctólogo italiano y ella una veterinaria porteña, juntó sus petates y en unas treinta y tres horas estuvo allí, al fin de cuentas al Curchel le falta todo lo que a él le pesaba.
Puso el freno de mano al auto y se bajó a la despensa, al mirar por encima del techo de su 306 bordó notó la presencia de tres muchachos sentados en un tronco del otro lado de la calle, si es que le dicen calle o sendero o lo que sea, rasgos adustos, serios, dudó un instante en ponerle llave al auto, no por temor a que se lo robaran, sino por miedo a que los muchachos tomaran a mal que lo hiciera. Simplemente soltó la puerta.
 -Buenas, saludó como porteño, estirando las vocales.
Uno de ellos asintió con la cabeza, mientras los otros apuraban una cerveza.
         Caminó los dos metros que había hasta la puerta de la despensa, que se encontraba justo en la ochava, esperando que se encontrara abierto, ya que sino le había advertido la joven veterinaria, había que aplaudir o mejor aún tocar la bocina del auto para que te  atendieran. Digamos que ese era el santo y seña para el acceso al centro del lugar.
         La despensa estaba abierta, pero la puerta de madera de mas de tres metros de altura se encontraba ligeramente obstaculizada por otros dos muchachos, de igual porte que los anteriores, que reposaban en los tres escalones de la entrada. Una moto apoyada contra la pared, unos picos y unas palas evidenciaban que habían estado trabajando en la sequía o en cualquiera de las tantas plantaciones de lechuga que allí habían, porque si algo había en el Curchel era lechuga.
         -Buenas Noches, lanzó el vasco esta vez con un acento mas varonil e ingresó al establecimiento sin mirar.
         Enseguida identificó a doña Julia tras un largo mostrador en L, dos hombres acodados un poco mas allá de la señora se tornaron a mirarlo y el vasco, aprendiendo ya los beneficios de la economía de las palabras solo asintió con la cabeza a forma de saludo y se dirigió a la dueña del lugar.
         - Buenas Noches, ¿cebolla?. Preguntó solicitando
         - De que tipo, preguntó la señora con cierta desconfianza
         - Cebolla, repitió el vasco intentando explicar con las manos la forma.
         - No hay, respondió doña julia mientras secaba un vaso con un viejo repasador.
         - Y ¿no sabe donde puedo conseguir? Inquirió nuevamente
Doña Julia apoyo el vaso y el repasador y desafiante lanzó:
-         Acá nadie le va a vender cebolla
Los muchachos al final de la barra se dieron vuelta e incorporaron mirándolo desafiantes desde su corta altura.
         El vasco entendió rápidamente que algo había hecho mal, agradeció y encaró la puerta topándose a medio camino con una bolsa de harpillera donde habría al menos 30 kilos de cebolla. Y el vasco creyó entender todo, claramente en el Perchel a la cebolla de decían de otra manera, por lo que se volvió hacia el mostrador y con tono afable y amistoso, preguntó:
-         Disculpe Señora, ¿A esto como le llaman?
Doña Julia se miró con los muchachos de la barra
-         Cebolla, dijo cortante
El vasco intento pedir explicaciones con un gesto inentendible y Doña julia lo cortó rápidamente.
-         ¿Qué quiere usted?
-         Cebolla, cuatro o cinco, casi suplicando
-         ¿Bolsas?
-         No, sueltas, para una salsa. A esta altura ya el vasco estaba al borde del llanto, intentando explicar lo inexplicable de como no conseguir cebolla en un pueblo repleto de lechuga.
-         ¿Usted de donde es? Arremetió la dueña del lugar
-         De Buenos Aires, soy medico emergentólogo y estoy parando acá en la casa de unos amigos que trabajan en el hospital.
-         ¿Ah! Usted es amigo del doctorazo?
-         Si, contestó el vasco algo dubitativo
-         ¿Por qué no lo dijo antes?
De pronto el aire se descontracturó, los muchachos de la barra lanzaron una ínfima sonrisa de asentimiento y volvieron a ocuparse de su ginebra. Doña Julia destapó una caja de cartón que tenía sobre el mostrador y empezó a colocar unas cuantas cebollas en una bolsa.
-         ¿Cuanto es? Preguntó el vasco
-         Nada, si es para el doctorazo, dígale que se las elijo yo especialmente.
En otra ocasión el vasco hubiera insistido, pero ya había tenido bastantes malos entendidos, como para que la señora lo pudiese llegar a tomar a mal.

El vasco agarró las cebollas, agradeció y se fue por donde vino. Con la última pregunta de Doña julia que le replicaba en la cabeza, ¿Por qué no lo dijo antes? Porque en su vida nunca había tenido que presentar un curriculum para comprar cebolla.

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