28 de junio de 2016

El vasco y la luna

Los objetos vagaban por el aire, como suspendidos, aunque ella supuso, vaya a saber uno porque, que iban cayendo lentamente. Caerían por todos lados y ningún lugar sería seguro, vaticinó y escapó. El Vasco Echeverría se quedó allí dormido, en su Peugeot blanco, cuyo capot reflejaba la luz que a su vez la luna redonda y brillante reflejaba,  con aquella luna develando su superficie desnuda y llena de cráteres el vasco soñó recordando a su madre en la morgue, yendo hacia atrás la soñó en la guardia del hospital Penna, un biombo no le dejaba verla y cuando espiaba por un vértice, algún enfermero alcahuete, de parque patricios, le negaba esa posibilidad, porque hay que ser canalla para negarle a un hijo la posibilidad de ver la muerte de su madre, su madre no moriría allí por suerte, lo haría en Boedo, donde debía ser. Despertó sobresaltado, los objetos suspendidos habían aterrizado, si aterrizado, estaba rodeado por aguiluchos, aguiluchos por todos lados, se levantó y ellos lo ignoraron aunque se formaron estratégicamente cubriendo una cuadricula de 8 filas por 8 columnas, rápidamente reconoció la defensa siciliana, aquella que su padre inexorablemente le aplicaba cuando jugaban al ajedrez en la plaza Almagro. Boedo no tenía plaza por aquella época. En cierta forma esa formación le alivió, salió del auto caminando de espalda a ellos en una larga diagonal hacía el vértice opuesto de aquel tablero y esta vez el vértice le dio escapatoria, pero renunció a ella, volvió la mirada a aquel tablero aguilezco pero las aves ya no estaban allí, esta vez, como suspendidas ascendían. Se sintió libre porque ella, la que había huido ante la amenaza, ya no estaba a su lado. 
Dedicado a Pablo Mónaco

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