28 de junio de 2016

de Daneses

Amanda nació y creció en Catriló, una pequeña colonia Danesa en La Pampa, con su hermana melliza se turnaban un día cada una para asistir a clases. No es que se parecieran y tomaran el lugar una de otra. Muy por el contrario su hermana era alta, rubia y de claros ojos.
Amanda ahora vive en villa crespo en el séptimo k de la torre en la que yo vivo.
Amanda es antropóloga y poliglota, además del castellano, habla inglés, francés, alemán, Chino mandarín y Danés.
Alquila un dos ambientes atiborrado de libros. Tiene un perro, que la arrastra por la calle cuando lo saca a pasear, es un gran danés negro.
Hasta hace algunos meses vivía con un muchacho corpulento, danés, negro, lo conoció en Mar del plata, cuando le compró unos anillos en la playa.
El muchacho se fue del departamento cuando ella quedó embarazada.
Desde que el corpulento muchacho ya no vive con ella, sus amigas no la visitan tan seguido. Ella vive sola, con su bebito, pequeño, argentino y blanco. 

La razón discreta

Hace mucho tiempo que con un amigo queremos laburar juntos en un proyecto de teatro. El tema es que el tiene una mirada muy distinta a la mía acerca de cómo hacer teatro. Entonces me dejo llevar por el pensamiento de que el cariño es más fuerte y lo cito para que nos encontremos a tomar algo sin esconder mis reales intenciones. Acepta, llega puntual como siempre y le ofrezco un té verde sin azúcar, ni edulcorante, ni stevia porque él dice que estos endulzantes rompen la estructura del té verde. Pongo música, Schubert, se que le gusta y lo relaja. Permítaseme en este punto hacer un pequeño despacho: “Ambos somos heterosexuales” y si hago esta aclaración es porque lo conozco a usted que lee y ya imagino lo que está pensando. Así pues, haciendo honor a los suizos a la hora de hacer negocios, le dedico 15 minutos  a hablar de cotidianeidades y acto seguido lo encaro directamente: “Bueno… vamos a laburar juntos, como te parece que arranquemos?” El me mira, y lanza una gran carcajada, apoya su taza de te y me dice, “Mira, yo quiero trabajar con vos pero tengo dos grandes postulados para arrancar, uno: tener un gran texto con una gran dramaturgia y si esto no es así mi segunda máxima es que el que me dirija sea más inteligente que yo” Listo, pensé, estoy al horno, no tan malo como que Donald Trump sea presidente, pero si echa por tierra cualquier idea de compartir un proyecto, claramente no soy dramaturgo y mucho menos mas inteligente que él. No voy a entrar en estas líneas a detallar su extenso curriculum, solo créanme, esto había acabado antes de empezar. La conversa siguió fraternalmente, nos reímos mucho y nos chicaneamos otro tanto. Nos despedimos calurosamente, con la promesa de seguir pensando algo. Al día siguiente, mientras le preparo a mi hija el desayuno le pregunto a ella “Queres Oreos con la leche o galletitas de agua?” y ella me responde: “Quiero dos panes blancos, poco tostados, uno con manteca y el otro con dulce de leche” Abrí la heladera refunfuñando y esta se iluminó, me vino la idea a la cabeza de que siempre hay mas de dos opciones, siempre hay una tercera, una cuarta. Así pues, termine de preparar el desayuno con una de esas sonrisas maquiavélicas que me caracterizan y me puse en contacto con una actriz, a la que se que este muchacho le quiere entrar como testigo de jehova al timbre, para que participara del proyecto. No soy Dramaturgo y tampoco muy inteligente, lo que si se es que las sotas matan reyes y que cosa tira mas que una yunta de bueyes. 

El vasco y la luna

Los objetos vagaban por el aire, como suspendidos, aunque ella supuso, vaya a saber uno porque, que iban cayendo lentamente. Caerían por todos lados y ningún lugar sería seguro, vaticinó y escapó. El Vasco Echeverría se quedó allí dormido, en su Peugeot blanco, cuyo capot reflejaba la luz que a su vez la luna redonda y brillante reflejaba,  con aquella luna develando su superficie desnuda y llena de cráteres el vasco soñó recordando a su madre en la morgue, yendo hacia atrás la soñó en la guardia del hospital Penna, un biombo no le dejaba verla y cuando espiaba por un vértice, algún enfermero alcahuete, de parque patricios, le negaba esa posibilidad, porque hay que ser canalla para negarle a un hijo la posibilidad de ver la muerte de su madre, su madre no moriría allí por suerte, lo haría en Boedo, donde debía ser. Despertó sobresaltado, los objetos suspendidos habían aterrizado, si aterrizado, estaba rodeado por aguiluchos, aguiluchos por todos lados, se levantó y ellos lo ignoraron aunque se formaron estratégicamente cubriendo una cuadricula de 8 filas por 8 columnas, rápidamente reconoció la defensa siciliana, aquella que su padre inexorablemente le aplicaba cuando jugaban al ajedrez en la plaza Almagro. Boedo no tenía plaza por aquella época. En cierta forma esa formación le alivió, salió del auto caminando de espalda a ellos en una larga diagonal hacía el vértice opuesto de aquel tablero y esta vez el vértice le dio escapatoria, pero renunció a ella, volvió la mirada a aquel tablero aguilezco pero las aves ya no estaban allí, esta vez, como suspendidas ascendían. Se sintió libre porque ella, la que había huido ante la amenaza, ya no estaba a su lado. 
Dedicado a Pablo Mónaco

Cebolla en Julia-no

Todavía no había oscurecido en el Curchel cuando el vasco Echeverria estacionó su Peugeot a una distancia prudencial de la despensa  de Doña Julia, y cuando me refiero a una distancia prudencial hablo de unos sesenta centímetros de la pared, distancia mínima necesaria para poder salir del auto y no estorbar el resto de la calle para la circulación de otros vehículos, si es que en ese paraje remoto existiera algún otro coche que circulase. Adviértase con estos datos, no solo la inexistencia de veredas sino también de civilización tal como la conocemos.
Toda ciudad, pueblo, parroquia o aldea tiene su “centro” digamos, así pues, el Curchel, que no llega a la categoría de aldea siquiera, tiene el suyo, la despensa de Doña Julia, si, el centro radica en un solo local. Y el vasco que creía que el centro de Las Toninas era chiquito.
Todas estas condiciones del paraje, sumado a la falta de señal de telefonía móvil, mucho menos de Internet y una distancia de mas de mil setecientos kilómetros, hacían de ese lugar el sitio perfecto para sus vacaciones, por lo que atento a la invitación de unos médicos amigos, él un proctólogo italiano y ella una veterinaria porteña, juntó sus petates y en unas treinta y tres horas estuvo allí, al fin de cuentas al Curchel le falta todo lo que a él le pesaba.
Puso el freno de mano al auto y se bajó a la despensa, al mirar por encima del techo de su 306 bordó notó la presencia de tres muchachos sentados en un tronco del otro lado de la calle, si es que le dicen calle o sendero o lo que sea, rasgos adustos, serios, dudó un instante en ponerle llave al auto, no por temor a que se lo robaran, sino por miedo a que los muchachos tomaran a mal que lo hiciera. Simplemente soltó la puerta.
 -Buenas, saludó como porteño, estirando las vocales.
Uno de ellos asintió con la cabeza, mientras los otros apuraban una cerveza.
         Caminó los dos metros que había hasta la puerta de la despensa, que se encontraba justo en la ochava, esperando que se encontrara abierto, ya que sino le había advertido la joven veterinaria, había que aplaudir o mejor aún tocar la bocina del auto para que te  atendieran. Digamos que ese era el santo y seña para el acceso al centro del lugar.
         La despensa estaba abierta, pero la puerta de madera de mas de tres metros de altura se encontraba ligeramente obstaculizada por otros dos muchachos, de igual porte que los anteriores, que reposaban en los tres escalones de la entrada. Una moto apoyada contra la pared, unos picos y unas palas evidenciaban que habían estado trabajando en la sequía o en cualquiera de las tantas plantaciones de lechuga que allí habían, porque si algo había en el Curchel era lechuga.
         -Buenas Noches, lanzó el vasco esta vez con un acento mas varonil e ingresó al establecimiento sin mirar.
         Enseguida identificó a doña Julia tras un largo mostrador en L, dos hombres acodados un poco mas allá de la señora se tornaron a mirarlo y el vasco, aprendiendo ya los beneficios de la economía de las palabras solo asintió con la cabeza a forma de saludo y se dirigió a la dueña del lugar.
         - Buenas Noches, ¿cebolla?. Preguntó solicitando
         - De que tipo, preguntó la señora con cierta desconfianza
         - Cebolla, repitió el vasco intentando explicar con las manos la forma.
         - No hay, respondió doña julia mientras secaba un vaso con un viejo repasador.
         - Y ¿no sabe donde puedo conseguir? Inquirió nuevamente
Doña Julia apoyo el vaso y el repasador y desafiante lanzó:
-         Acá nadie le va a vender cebolla
Los muchachos al final de la barra se dieron vuelta e incorporaron mirándolo desafiantes desde su corta altura.
         El vasco entendió rápidamente que algo había hecho mal, agradeció y encaró la puerta topándose a medio camino con una bolsa de harpillera donde habría al menos 30 kilos de cebolla. Y el vasco creyó entender todo, claramente en el Perchel a la cebolla de decían de otra manera, por lo que se volvió hacia el mostrador y con tono afable y amistoso, preguntó:
-         Disculpe Señora, ¿A esto como le llaman?
Doña Julia se miró con los muchachos de la barra
-         Cebolla, dijo cortante
El vasco intento pedir explicaciones con un gesto inentendible y Doña julia lo cortó rápidamente.
-         ¿Qué quiere usted?
-         Cebolla, cuatro o cinco, casi suplicando
-         ¿Bolsas?
-         No, sueltas, para una salsa. A esta altura ya el vasco estaba al borde del llanto, intentando explicar lo inexplicable de como no conseguir cebolla en un pueblo repleto de lechuga.
-         ¿Usted de donde es? Arremetió la dueña del lugar
-         De Buenos Aires, soy medico emergentólogo y estoy parando acá en la casa de unos amigos que trabajan en el hospital.
-         ¿Ah! Usted es amigo del doctorazo?
-         Si, contestó el vasco algo dubitativo
-         ¿Por qué no lo dijo antes?
De pronto el aire se descontracturó, los muchachos de la barra lanzaron una ínfima sonrisa de asentimiento y volvieron a ocuparse de su ginebra. Doña Julia destapó una caja de cartón que tenía sobre el mostrador y empezó a colocar unas cuantas cebollas en una bolsa.
-         ¿Cuanto es? Preguntó el vasco
-         Nada, si es para el doctorazo, dígale que se las elijo yo especialmente.
En otra ocasión el vasco hubiera insistido, pero ya había tenido bastantes malos entendidos, como para que la señora lo pudiese llegar a tomar a mal.

El vasco agarró las cebollas, agradeció y se fue por donde vino. Con la última pregunta de Doña julia que le replicaba en la cabeza, ¿Por qué no lo dijo antes? Porque en su vida nunca había tenido que presentar un curriculum para comprar cebolla.